Bienvenido a Jerusalén, Jesús.
Bienvenido a este lugar sagrado.
Te abro las puertas de la ciudad santa
para que seas el rey.
Te recibo como el Salvador, alzando
mis ramas de palma y poniendo mis mantos en el camino del asno que te carga.
Aplaudo, me pongo en puntas de pie
para verte, grito “¡Hossana, hossana!” porque sé que eres el mesías esperado
por siglos.
Pero este lugar no es solo una
ciudad; no es solo un camino de gente alborotada y ferviente; no es solo el
espacio propicio para una proclamación brotada desde la emoción.
Este lugar es mi corazón.
Y yo, libremente, te hago un
espacio en él, para vivir esta Semana Santa.
En Jerusalén, te han recibido como
un rey, pero en menos de una semana te despedirán como un criminal. Condenado a
muerte y asesinado de la forma más cruda y humillante conocida por la gente de tu
tierra. Esos mismos que te alzaron las hojas de palma, que pusieron sus mantos
a tus pies, y que cantaban al unísono, te escupirán y pedirán a gritos tu
muerte en la cruz.
¡Qué frágil es la memoria humana!
Mi corazón también es así. Muchas
veces te lo entrego dócilmente, pongo en tus manos mi vida, mis desafíos y,
sobre todo, mis problemas. Pero cuando pareces no responder mis plegarias, no
dudo un segundo en negar tu existencia, en escupir tu rostro y desdeñar tu
nombre.
Hoy quiero, y me comprometo, a
hacer de mi corazón un Jerusalén donde siempre serás recibido con ramos y
mantas.
Pero de esos ramos que no se
marchitan al cortarlos, y esas mantas que no se roen con el tiempo, ni se
deshilachan con un tirón.
¡Bienvenido a mi corazón, Señor!