domingo, 14 de abril de 2019

JERUSALÉN, MI CORAZÓN


Bienvenido a Jerusalén, Jesús. 
Bienvenido a este lugar sagrado.

Te abro las puertas de la ciudad santa para que seas el rey.
Te recibo como el Salvador, alzando mis ramas de palma y poniendo mis mantos en el camino del asno que te carga.
Aplaudo, me pongo en puntas de pie para verte, grito “¡Hossana, hossana!” porque sé que eres el mesías esperado por siglos.

Pero este lugar no es solo una ciudad; no es solo un camino de gente alborotada y ferviente; no es solo el espacio propicio para una proclamación brotada desde la emoción.
Este lugar es mi corazón.
Y yo, libremente, te hago un espacio en él, para vivir esta Semana Santa.

En Jerusalén, te han recibido como un rey, pero en menos de una semana te despedirán como un criminal. Condenado a muerte y asesinado de la forma más cruda y humillante conocida por la gente de tu tierra. Esos mismos que te alzaron las hojas de palma, que pusieron sus mantos a tus pies, y que cantaban al unísono, te escupirán y pedirán a gritos tu muerte en la cruz.

¡Qué frágil es la memoria humana!

Mi corazón también es así. Muchas veces te lo entrego dócilmente, pongo en tus manos mi vida, mis desafíos y, sobre todo, mis problemas. Pero cuando pareces no responder mis plegarias, no dudo un segundo en negar tu existencia, en escupir tu rostro y desdeñar tu nombre.
Hoy quiero, y me comprometo, a hacer de mi corazón un Jerusalén donde siempre serás recibido con ramos y mantas.
Pero de esos ramos que no se marchitan al cortarlos, y esas mantas que no se roen con el tiempo, ni se deshilachan con un tirón.

¡Bienvenido a mi corazón, Señor!