viernes, 22 de enero de 2010

Mi experiencia personal de Fe (ensayo 1)


En el ramo "Teología Fundamental" que rendí el año ante-pasado se nos pedía hacer reflexiones sobre los temas tratados en clases a través de ensayos.
El primero de ellos fue este, escrito en Agosto de 2008:



Para hablar de mi experiencia de fe me es imposible no referirme antes a mi experiencia de Dios ¡Y que difícil siquiera comenzar a pensar en esto! No porque sea muy poco lo que puedo decir, sino, precisamente, por lo contrario. ¡Es tanto lo que Dios me entrega y se me entrega a lo largo de mi vida! Quisiera, por lo tanto, comenzar por eso. Dios, como un Dios omnipresente. Durante estos años que he querido trabajar con dedicación para el Señor lo he visto presente en cada minuto, a pesar de no ser yo siempre un instrumento que se abandona en Él, como el barro al alfarero o el timón al capitán. Dios me ha hablado en cada instante de mi vida y lo he escuchado muchas veces, pero muchas no lo he querido escuchar y otras ni siquiera he notado que está ahí, pero sé que siempre ha estado, y tengo fe en que así será incondicionalmente. Lo he aprendido a descubrir, de manera especial, en las cosas pequeñas y dejar de buscarlo en el fuego o en el trueno, en el temblor o el huracán, sino que he querido esforzarme por hallarlo en lo débil, en lo pequeño y sencillo, en el susurro, en la brisa, en el silencio de la oración, en una sonrisa, ese don que, como San Alberto Hurtado decía, es tan preciado y que nadie es tan pobre para no poder darlo y tan rico para no necesitarlo… Y es que Dios me ha enseñado algo fundamental en la vida, y es entender y tomar conciencia de cómo Dios siempre nos interpela, nos llama, y nos habla gratuitamente, y no me refiero con esto sólo mirando la historia de Israel, sino que en cada minuto de mi vida. He logrado entender que tanto, una hoja que cae de un árbol, la elección de un nuevo papa, o el Milagro de la Eucaristía es voz de Dios. Dios está presente en todo momento, aunque no podamos verlo. Se hace presente en lo pequeño y, por si eso fuera poco, se hace pequeño y entrega su vida por nosotros. Lo hizo hace dos mil años y lo hace a diario en el altar. Él, que es Dios, se hace débil y se humilla y muere por mí.

En segundo lugar he podido descubrir la cara materna de Dios. Obviamente en mi Reina y Madre hermosa, María, porque Él también está presente en esa Persona que fue Tabernáculo Vivo… Pero más allá de eso. He visto siempre a Dios como un Padre, pero sólo porque así nos ha sido enseñado desde siempre, pero sé que Él también es Madre, desde mi perspectiva es más Madre que Padre. Su rostro femenino me es más significativo y sé que esa percepción tiene que ver con mi propia historia de vida […], pero ha sido así como Él se me ha mostrado, se me ha revelado: como esa persona cariñosa, que está siempre atento a lo que yo, su hijo, hago o dejo de hacer. Esa persona que sabe educarme sin dejar de dignificarme, mostrándome siempre el camino y haciéndome entender que su querer es y debe ser el mío también. Dios es Padre y también Madre.

Un Dios que es Iglesia y que es signo de alegría. […]
Es un Dios que siempre tiene algo nuevo que mostrar y que hace nuevas todas las cosas. Y que importante es en mi vida el poder renovarme en mis compromisos con Él y María constantemente. Nadie puede decir que Dios “está pasado de moda” o que en relación a Él siempre es más de lo mismo. […]

Es ese el Dios en quien creo, en quien tengo fe. Porque no se puede hablar de fe sin hablar de creer. No sé cuál será la definición de esa palabra -tan pequeña y grande a la vez- según el diccionario, pero me quedo con las palabras de San Pablo al reconocerla como la garantía de lo que se cree, la espera de lo que no se ve (Hb 11, 1). Porque se sabe que la fe no es algo racional, entendiendo esta “irracionalidad” no como algo sin sentido -muy por el contrario-, sino como algo que la razón no es capaz de explicar, que el lenguaje no es capaz de expresar con sus códigos humanos. Tampoco se debe entender que es algo totalmente de sentimiento, aunque sin duda algo de eso hay. La fe es ese tesoro que llevo en vasos de barro, que refleja inseguridad, porque la fe es amor y el amor -y de esto no cabe duda alguna- no tiene relación con la razón. La fe es como una relación amorosa, pero en la que uno puede fallar pero ella no fallará y constantemente me perdonará y hará una fiesta si vuelvo a su Casa. Desde este punto de vista la podríamos comparar con una relación padre-hijo, pero la gran diferencia está en que uno si puede decidir su fe (sin considerar el contexto geográfico-cultural natal) así como puede decidir una relación en contraposición de la relación paternal-filial. Esto no significa que uno puede elegir que creer, así como tampoco puede elegir querer o no a alguien; no obstante sí puede cultivar esa fe en la que cree, así como puede cultivar ese amor que siente.

Por lo tanto la fe está lejos de ser certezas, más bien, me ha generado dudas constantemente, sobre todo en el plano escatológico: ¿Qué pasaría si al morir no existiera realmente otro mundo? Si el Dios que yo adoro no es el “verdadero” y soy juzgado por otros dioses ¿seré salvo?, etc… No creo que sea sano no hacerse estas preguntas alguna vez a lo largo de mi vida de fe, siempre cuando actúe en nosotros esa santa relatividad que sea capaz de hacernos cuestionarnos siempre para encontrar una respuesta clara anclada en Cristo y en mi propia fe.

Se hace muy difícil, entonces, definir qué es la fe, sin embargo tengo muy claro lo que no es: la fe no es, en primer lugar, signo de seguridad. No es tampoco signo de racionalidad. No significa grandeza. No es respuestas.

Me atrevo a decir que la fe es esa “energía” -porque no la definiré como una “idea”, ni como un “sentimiento”, ni nada sustancial, claro está- que me lleva a actuar de una determinada manera y que da sentido a mi vida.

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