martes, 30 de enero de 2018

EL VIEJITO DEL TAXI (El Papa II)



Unos días antes de que el Papa llegara a Chile, me tocó subirme a un taxi con un conductor muy particular. De pelo cano, sus arrugas revelaban su avanzada edad o su dura vida. Se acomodaba en el asiento cada treinta segundos y su radio no funcionaba (probablemente a propósito para obligar la conversación). En su taxi no había ningún “Dios es mi copiloto”, tampoco ninguna Virgen del Tránsito. De su espejo no colgaba ningún rosario, sino una mano pintada en tempera roja sobre una hoja reforzada con scotch, claramente de una niña pequeña. Muy amable en el trato, brusco en las curvas y torpe en cada frenada. 

Las banderas del Vaticano y de Chile adornaban Caupolicán y daban inicio a nuestra conversación. “¿Al final cual va a ser el recorrido del Papa?” preguntó interesado. Le conté lo que sabía y busqué en mi celular un programa de toda la visita que hace poco me habían enviado. Se lo leí y conversamos mucho. No pude disimular mi alegría por su visita. De pronto él se sincera: “Yo no soy partidario del catolicismo ¿ah? Pero voy a ir a ver al Papa. Quiero saber qué se siente estar ahí y ver al Papa. Imagínese lo importante que es para mucha gente -manifestó con entusiasmo-. Yo tengo dos nietas y quiero llevarlas. Tengo que ponerme de acuerdo con mi hija y traerme a mi nieta desde Victoria”. “Me imagino que esa manito que cuelga ahí es de su nieta” lo interrumpo indicándole el espejo retrovisor. “Sí -me dice- es de ella. La Amandita” me explica todo el plan que tenía para que su hija lo acompañe y, así, ella pueda llevar a una de las niñas en brazos y él sujetar a la otra de la mano.

Llegamos a destino y la conversación llega hasta ahí, pero sus ganas de ver al Papa no. Estoy seguro que fue a verlo. Le recomendé la esquina de Varas con Caupolicán y me lo agradeció mucho. Espero que haya visto de cerca el rostro del Papa, pero sobre todo espero que haya visto su corazón.


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