Unos días
antes de que el Papa llegara a Chile, me tocó subirme a un taxi con un
conductor muy particular. De pelo cano, sus arrugas revelaban su avanzada edad
o su dura vida. Se acomodaba en el asiento cada treinta segundos y su radio no
funcionaba (probablemente a propósito para obligar la conversación). En su taxi
no había ningún “Dios es mi copiloto”, tampoco ninguna Virgen del Tránsito. De su
espejo no colgaba ningún rosario, sino una mano pintada en tempera roja sobre
una hoja reforzada con scotch, claramente de una niña pequeña. Muy amable en el
trato, brusco en las curvas y torpe en cada frenada.
Las banderas
del Vaticano y de Chile adornaban Caupolicán y daban inicio a nuestra
conversación. “¿Al final cual va a ser el recorrido del Papa?” preguntó
interesado. Le conté lo que sabía y busqué en mi celular un programa de toda la
visita que hace poco me habían enviado. Se lo leí y conversamos mucho. No pude
disimular mi alegría por su visita. De pronto él se sincera: “Yo no soy
partidario del catolicismo ¿ah? Pero voy a ir a ver al Papa. Quiero saber qué
se siente estar ahí y ver al Papa. Imagínese lo importante que es para mucha
gente -manifestó con entusiasmo-. Yo tengo dos nietas y quiero llevarlas. Tengo
que ponerme de acuerdo con mi hija y traerme a mi nieta desde Victoria”. “Me
imagino que esa manito que cuelga ahí es de su nieta” lo interrumpo indicándole
el espejo retrovisor. “Sí -me dice- es de ella. La Amandita” me explica todo el
plan que tenía para que su hija lo acompañe y, así, ella pueda llevar a una de
las niñas en brazos y él sujetar a la otra de la mano.
Llegamos a
destino y la conversación llega hasta ahí, pero sus ganas de ver al Papa no. Estoy
seguro que fue a verlo. Le recomendé la esquina de Varas con Caupolicán y me lo
agradeció mucho. Espero que haya visto de cerca el rostro del Papa, pero sobre
todo espero que haya visto su corazón.
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