Siempre Navidad es el momento ideal para pedirle al niño Dios que renazca en mi corazón, pero ¿Qué me hace pensar que eso pasará, cuando conozco mejor que nadie lo poco digno que soy?
No pierdo la esperanza de que Él venga y convierta mi corazón pequeño e indigno en un Pesebre como el de Belén.
¿Por qué?
Porque el Pesebre también era pequeño, como mi corazón. En él nunca cabría la grandeza de Dios, y sin embargo sí cupo y Jesús nació ahí.
Porque el Pesebre era sucio, como mi corazón. Estaba lleno de polvo, tierra, paja y piedras. No era puro, y si nacía el Niño ahí se ensuciaría, y sin embargo fue el niño que lo purificó con su luz y lo convirtió en un lugar pulcro.
Porque el Pesebre era indigno, como mi corazón. Era el lugar menos digno en la más indigna de las ciudades. Pero ¿Qué lugar hubiese sido digno para que naciera Dios al mundo? Seguramente ninguno.
Porque el Pesebre estaba lejos de los demás. Sólo algunos privilegiados pastores y paganos estuvieron ahí junto a José y María, pero no hubo espacio para las demás personas, al igual que en mi corazón egoísta.
Porque el Pesebre fue escogido por descarte, era el único lugar disponible. Era el último lugar porque no había espacio en ninguna posada, porque nadie quiso dejar su espacio para el Niño Dios.
Si naciste en ese lugar pequeño, sucio, indigno, egoísta ¿Cómo podría perder la esperanza de que nazcas en mi pesebre interior, en mi corazón? ¡Haz de mi corazón tu Belén, Jesús!
Pues muy bien
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