Las Carmelitas Descalzas son una congregación de religiosas
de claustro, es decir, que viven “enclaustradas” en su monasterio dedicadas a
la vida de contemplación y oración. Salen muy pocas veces o, en algunos casos,
nunca del lugar. No obstante, en la misa del Papa en Temuco, estaban todas en primera
fila esperando al pontífice. Gritaban, se sacaban selfies, bailaban, conversaban… al contrario de lo que mucha gente
piensa, son personas muy “seculares” y muy conscientes de la realidad que las
circunda (sin duda, más que nosotros).
Durante la vigilia para esperar a Francisco, recibí dos mensajes pidiéndome que rezara
por una tía que estaba grave de salud. A ambos respondí que sí, por supuesto, sin saber qué pasaría con esas peticiones.
Mientras a mí me invadía el cansancio y el sueño, las
carmelitas seguían ahí con una sonrisa de oreja a oreja y un entusiasmo único
durante toda la vigilia. Decidí que debía hablar con ellas. Pedirles ayuda para
que rezaran por mi tía. Llegada la mañana ya era difícil destinar un poco de mi
tiempo para hablarles, porque los voluntarios estábamos con muchas actividades.
Una vez que llegó el Papa al recinto descarté que pudiera realizar mi
solicitud. Tenía una sensación ingrata y de angustia por no haberles hablado.
En el minuto en que el Papa se acercaba a mi cuadrante sonó
mi teléfono. Era una amiga de hace muchos años que me llamaba para pedirme que
rezara por ella, porque un bebé crecía en su vientre hace algunas semanas, luego de meses de intentarlo con su marido. “Claro -le dije yo- lo
haré especialmente en la misa”. Apenas solté esas palabras, mi amiga rompió en
llanto y me dice que estaba muy asustada, porque tenía síntomas de pérdida y
mucho dolor. Mi oración era más necesaria aún, pero no podía hacerlo yo solo:
debía hablar con las carmelitas.
Luego de eso llegó Francisco. Comenzó la misa en la cual elevé mi pobre plegaria al Cielo por las intenciones solicitadas. Como siempre, recé por mi hija Celeste, quien -ahí me di cuenta- debía estar en primer lugar en mi lista de solicitud para las monjitas.
Cuando al fin tuve tiempo y ánimo para hablar con las religiosas, ya todo había terminado: la vigilia, la misa, el Papa, los
voluntarios papales… y yo sin hablar con las carmelitas descalzas. Comenzaba el largo regreso a pie de vuelta al hogar bajo el poderoso sol de enero, sin un atisbo de sombra. Todo indicaba que nada bueno podía pasar en ese caminar. Pero en medio del tumulto de gente, vi muy serenas a este grupo de
religiosas sentadas en el pasto conversando, como si el panorama fuera el más lindo, sin quejas, sin cara de cansancio, solo alegría en sus rostros. Me acerqué e interrumpí su
diálogo. “Necesito pedirles un favor” les dije, a lo que ellas me respondieron al
unísono “para eso estamos”. ¡Lo logré! Les pedí oración por mi tía, mi amiga y,
además por mi pequeña Celeste ¿Qué mejor? Y yo angustiado por no haber hablado
a mi tiempo, cuando Dios me tenía preparado un tiempo mejor.
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